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jueves, 13 de octubre de 2016

Historia de una amistad

Mi carrera de camionero empezó cuando llegué a la línea de autobuses México-Texcoco, allá por el año de 1977, cuando tenía 16 años. Empecé lavando autobuses diariamente desde las 4 de la mañana hasta las 2 de la tarde y así me daba tiempo de asistir a la preparatoria de 4 a 9; pero la dejé después de sólo un semestre, pues los autobuses me gustaban mucho y además tenía la influencia de varios tíos que eran operadores, por cierto, muy buenos.

Cierta ocasión, un socio de la empresa que manejaba su propio camión se quedó sin cobrador y me pidió que lo ayudara mientras conseguía a otro; como era un hombre de un carácter muy fuerte y muy estricto nadie quería trabajar con él. Su nombre era Alfonso Coutiño y la primera semana que trabajamos juntos no había una buena relación, pues me trataba muy fríamente y a veces grosero, por lo que yo ya pensaba regresar a lavar autobuses y además aún mantenía la intención de seguir estudiando la preparatoria; pero debido a que mi situación familiar no era muy buena y en ese momento no tenía dónde vivir, decidí que lo mejor era seguir con Don Alfonso. Sin embargo, al mes de trabajo la relación ya era insostenible para mí y recuerdo que fue un sábado cuando hablé con él y le di las gracias por la oportunidad. Como yo cobraba cada 10 días y me faltaban 2 para cobrar completo, Don Alfonso me pidió que terminara esos 2 días en lo que encontraba otro cobrador.

Al día siguiente sacamos un viaje a un poblado del estado de Tlaxcala que se llama Españita, el cual inició a las 8:45 de la mañana y era un turno muy bueno económicamente para nosotros. Al pasar por la terminal de la Ciudad de Texcoco, Don Alfonso se percató de un fuerte olor a aceite quemado, así que fuimos a revisar el motor y vimos que una manguera de diesel goteaba directamente en el silenciador; él me volteo a ver y me dijo: –Vámonos, cuando regresemos lo arreglamos.

Avanzamos cerca de 20 km rumbo a la montaña y llegando al poblado de Apipilhuasco un pasajero pidió la parada. Don Alfonso se orilló para hacer el descenso y alguien gritó: -¡se viene quemando el autobús!-. Don Alfonso miró por los espejos retrovisores y me dijo -Ve a ver qué pasa- Cuando llegué a la parte trasera las llamas ya salían del motor, por lo que corrí de regreso y le dije - ¡Se está quemando la máquina patrón!-.

Don Alfonso agarró un pequeño extintor que traíamos e intentó apagar el fuego, pero al accionarlo no quitó el seguro y lo rompió. Por azares del destino, estábamos parados frente a un viaje de arena para construcción y a un lado de una miscelánea. Yo me dirigí hacia los pasajeros para bajarlos del autobús lo más rápido posible, temiendo lo peor.

Unas señoras que iban pasando con sus cubetas de mandado las vaciaron en el suelo y nos las prestaron para aventarle arena al motor encendido y un señor oriundo del pueblo entró a la miscelánea y sacó una caja de coca colas que empezó a lanzar hacia el motor; estas explotaban por el gas que contienen y con eso disminuyó un poco la intensidad del fuego.

En la parte del fondo del autobús había un registro en el piso que daba directamente al motor y Don Alfonso se metió 2 o 3 veces para aventarle arena por ahí; yo de repente lo perdí de vista y como no salía me preocupé y le grité varias veces, pero como no respondía entré a buscarlo. La densidad del humo ya era muy fuerte y me costaba mucho trabajo respirar; la sensación de aspirar el humo es horrible. Llegué hasta donde estaba Don Alfonso medio desmayado y como pude lo ayude a salir. Era un hombre de 1.80 metros de estatura y pesaba casi 100 kilos, por lo que el esfuerzo fue titánico pero, gracias a Dios, al fin salimos. Ya afuera, él se recargó en una barda y sólo atinaba a decir -Ya se quemó mi camión…-. Yo le dije que no íbamos a dejar que se quemara y agarré una cubeta y seguí echándole arena. Las personas que observaban vieron mi decisión y comenzaron a ayudarme, hasta que logramos apagarlo casi por completo. Entonces llegó un compañero operador y con su extintor terminó de apagarlo bien.

Don Alfonso estaba medio intoxicado y desmayado y yo me acerqué a él y le dije: -Ya pasó todo, ya todo está bien-. Él levantó la vista y me dijo: -Gracias hijo-. Ese fue el mejor pago que pude haber recibido.

Con el tiempo Don Alfonso reparó su autobús y yo seguí trabajando con él. Me enseñó a manejar y a trabajar, hizo de mi lo que soy. Nuestra amistad duró hasta su muerte en el año 2012. Fue mi padrino, mi compadre, mi amigo. Dios te bendiga donde quiera que estés, espero verte pronto.

Mientras más tiempo pase no estoy más lejos de ti, sino más cerca.
JALEZA


miércoles, 28 de octubre de 2015

Las Olimpiadas


Por JALEZA

La siguiente anécdota me sucedió cuando tenía siete años de edad, allá por 1968, el año de las olimpiadas. Yo vivía en la Colonia de las Salinas, un rumbo por aquel entonces poco poblado y con extensos terrenos de siembra. La mayoría de los niños del lugar nos conocíamos y como la euforia de las olimpiadas era grande, decidimos organizar nuestros propios juegos; empezamos con una carrera de obstáculos, improvisándolos con marcos de carrizo, material que sobraba en ese terreno plano y extenso. Nos formamos unos diez niños para iniciar nuestro evento y al banderazo de salida nos lanzamos disparados hacia los obstáculos. Todos queríamos ganar y al llegar a la primera barrera yo iba a la cabeza, así que pegué un brinco con todas mis fuerzas para mantenerme ahí, sin embargo ¡caí ensartándome los carrizos directamente en los testículos! Sentí un dolor intenso, pero como pude me safé y seguí en mi loca carrera, mientras hacía muecas de dolor. Minutos después me oculté entre los carrizos para revisar el daño que me había hecho y algunos amiguitos llegaron también para preguntarme qué me había pasado, a lo que yo les dije que sólo era un rasguño en la pierna.

Más tarde ya, me dirigí a mi casa, entrando como si no hubiera pasado nada ¡con el aplomo de hombre que me caracteriza! En ese momento mi madre me dijo con su dulce voz: “¡¿A dónde andas jijo de la chingada?!” “aquí mamacita, aquí me he estado sentado” le contesté “si me tuvieras desconfianza no te separaras de mi”.

Pude ocultarlo por tres días. Mi hermana y yo íbamos a la escuela por la tarde y al salir de casa yo procuraba pasar derechito para que mi mamá no se diera cuenta de los dolores, que eran fuertes; pero mi hermana si se dio cuenta y se lo comentó a mi mamá, quien ni tarda ni perezosa me increpó nuevamente con tierna voz: ¿a ver jijo de la chingada qué te pasó, por qué caminas así como chorro? A lo que contesté: “es que siento que tengo colesterol” ¡y eso lo dije porque había escuchado a alguien decir que con el colesterol alto los huevos ni tocarlos! “¡Que colesterol ni que tu chingada madre, ven acá cabrón!” acto seguido, mi madre me tendió en la cama y me quitó los pantalones. Casi de inmediato me empezó a dar una buena tunda y después de controlarse le llamó a su madrina, quien le dio el buen consejo de que me llevaran a curar. No había dinero para médico particular, así que me llevaron al servicio de Salubridad (creo que ese fue uno de los primeros momentos en que fui consciente de que éramos pobres).

Nos recibió una afamada doctora Guerrero, la cual le dijo a mi madre: “lo único que podemos hacer es castrarlo para que lo engorde y lo venda por kilo, o lo puede mandar a Arabia a trabajar con un Jeque como eunuco”, a lo que mi madre sólo atinó a contestar: “ya no la amuele doctora, échele una manita”. Entonces la doctora me lavó con gasolina blanca, según ella porque ya estaba infectado y no me podía anestesiar. En esas condiciones procedió a coserme la herida, ¡así, en vivo y en directo! No sé cuantos puntos me dio, pero sí les puedo decir que antes de salir del quirófano ya había confesado ser el autor intelectual del asesinato de Kennedy y el instigador de los estudiantes para boicotear las olimpiadas del 68.

Apenas tres días después, estando en mi casa se abrió nuevamente la herida, que seguía infectada. Afortunadamente pudimos ir con otro doctor que me volvió a operar (ahora sí con anestesia), y ahí sí sané gracias a los oficios de ese buen doctor, que Dios lo tenga en su gloria. Y todo ese viacrucis de tortura por ponerme a jugar a las olimpiadas con mis amiguitos…

lunes, 17 de agosto de 2015

El Chacal






Por JALEZA 

En cierta ocasión, platicando con un compañero operador, este me contó que en el poblado de Chimalpa, como a unos diez kilómetros de la ciudad de Apan, si pasabas solo después de las doce de la noche se te podía aparecer El Chacal. Eso fue en el mes de noviembre de 1987, lo recuerdo bien porque acababa de pasar el día de muertos. Y precisamente, yo me encontraba trabajando en una línea de autobuses con una ruta que iba por el rumbo de Apan, Hidalgo. Asi las cosas, un buen dia me tocó sacar el último viaje, que era a las 11:30 de la noche, y tenía muy presente la historia que me había contado mi colega. En esa empresa los operadores trabajábamos solos, pues no teníamos cobradores a bordo, y por eso siempre procuraba saber cuántos pasajeros llevaba. La ruta salía de la Cuidad de Mexico, pasaba por San Juan Teotihuacan, luego Otumba, Ciudad Sahagun, Emiliano Zapata, Chimalpa y, finalmente, Apan. Trataré de relatarles lo que viví en ese viaje, aunque las palabras no siempre bastan para describir una experiencia como esa.

Habiendo pasado Ciudad Sahagun prendí la luces interiores del autobús y comprobé que solo quedaban tres pasajeros, los cuales estaba seguro bajaban en el poblado de Emiliano Zapata. Y efectivamente así fue. Era aproximadamente la 1:30 de la mañana y como ustedes comprenderán, de inmediato me vino a la mente la historia de El Chacal. Proseguí mi camino hacia Chimalpa en soledad. El poblado es pequeño y lo atraviesa uno en línea recta, pues la carretera pasa por el centro. Era de madrugada y sugestionado como me encontraba, imprimí la mayor velocidad posible para pasar rápido el poblado; sin embargo, al llegar al centro de la localidad, el autobús fue perdiendo velocidad por si solo hasta quedar completamente inmóvil.

Solo pueden imaginarse la escena. Yo solo en el autobús, la noche completamente oscura, el silencio total. Me sentía asustado y trataba de arrancar el autobús, cuando de pronto, al levantar la vista hacia la carretera, lo vi venir de frente hacia mí. Era una figura de apariencia bestial y canina, caminaba erguido, mirándome fijamente con sus ojos rojos como la sangre y su hocico abierto, mostrando horribles colmillos. Esa imagen aun me produce escalofríos.

Yo no podía hacer ningún movimiento, estaba petrificado. La criatura llegó al autobús y empezó a recorrerlo por el costado izquierdo. Dio la vuelta por la parte posterior, y regresó por el lado derecho. Al llegar a la puerta, volteó a verme por un instante y, acto seguido, continuo su camino hasta perderse entre las casas. Pasaron unos segundo y el camión arrancó, la luces se encendieron y pude proseguir mi camino.

Manejaba por inercia, mi mente embotada por el espanto. Y justo cuando me encontraba por llegar a la ciudad de Apan ¡repentinamente escuche a mi lado una voz grave! -Bajan allí en la gasolinera de la entrada- ¡Pegué un brinco que casi me hizo rebotar en el techo del autobús! Era un pasajero que se había quedado dormido y me pegó el susto de mi vida, pues yo estaba seguro de que iba completamente solo. Después de bajar a este ingrato en la gasolinera, recordé las palabras de mi compañero, “El Chacal te agarra si vas solo”. Resultó que no iba solo, y tal vez fue por eso que me dejó pasar sin hacerme daño.

No sé si lo que vi fue real o lo imagine por la sugestión y el cansancio propio del trabajo. Pero una cosa si es real, El Chacal no me espantó tanto como ese condenado pasajero.


domingo, 21 de junio de 2015

Mi tío Pedro


Por JALEZA


          A finales de los años ochenta viví algo que me hizo reflexionar profundamente sobre la naturaleza de la vida y la muerte. La siguiente anécdota tuvo lugar en un panteón llamado Sila, ubicado en mi pueblo natal; pero para poder explicarles mejor cómo sucedió, primero les hablaré de un querido tío que tuve. Su nombre era Pedro, y al igual que su homónimo Pedro Infante, era un hombre muy querido por toda la gente que lo conocía, pues debido a su gran carisma sabia ganarse el aprecio de las personas. Durante mis años de juventud, tuve un vínculo muy especial con mi tío Pedro, a quien quise muchísimo porque fue como un padre para mí y me enseñó tantas cosas de la vida, que sería imposible tener palabras suficientes de agradecimiento. Al igual que yo, mi tío fue operador de autobuses durante muchos años, hasta que en el año de 1981 sufrió un accidente y la última tragedia lo alcanzó. Fue en la carretera federal que va hacia Veracruz, a la altura de un pueblito llamado Rinconada, cuando al venir de regreso perdió el control de su autobús y se estrelló contra la parte trasera de un tráiler cargado de maíz, que estaba haciendo alto total. Los miembros de la familia creemos que mi tío se quedó dormido al volante, después de arduas horas de trabajo y, aunque su muerte no fue instantánea y pudo ser trasladado aún con vida a un hospital en Jalapa, finalmente fue imposible salvarle la vida. Su entierro fue todo un suceso en el pueblo, y acudieron cientos de personas a despedirlo, a tal grado era querido mi tío. Yo era un hombre joven en aquel entonces, y su fallecimiento me causó un dolor demasiado terrible, pues era una de las personas a quien más quería en la vida. Su pérdida resultó irreparable y hasta el día de hoy sigo extrañándolo.

         
          Después de ser enterrado en el panteón Sila, yo me dediqué a visitar su tumba constantemente. Cuando mi tío Pedro tenia aproximadamente ocho años de fallecido, yo pasaba por mi peor periodo de alcoholismo y una noche que andaba de parranda con unos primos, íbamos dando la vuelta en coche, cuando pasamos frente al panteón y, en mi borrachera, se me ocurrió hacerle una visita más. Eran cerca de las once de la noche y mis primos no quisieron entrar conmigo, así que les dije que sólo iría rápidamente a saludar a mi tío y regresaba. Entré solo al panteón y, como lo había hecho otras veces, caminé instintivamente hacia la tumba, siguiendo el camino bien conocido y dando la vuelta en las esquinas indicadas; sin embargo, al llegar al lugar, sucedió algo sumamente extraño. La tumba no estaba. Esto me resulto bastante extraño, pero pensé que tal vez, embriagado como me encontraba, había dado alguna vuelta errónea, por lo que rehíce mis pasos hacia la entrada del panteón y busqué de nuevo la tumba. Llegué al lugar por segunda vez, y luego por tercera y cuarta, y siempre con el mismo resultado: la tumba de mi tío Pedro no estaba por ningún lado, y no la pude encontrar a pesar de que conocía el panteón perfectamente. Ante mí repetido fracaso, decidí dejar el asunto por la paz y regresar con mis primos para seguir en la farra, pero al llegar con ellos los encontré profundamente dormidos en el coche. Los desperté reclamándoles que se hubieran dormido tan rápido, a lo que ellos contestaron en contra de mis reclamos: -¡ya ni la friegas, nos dijiste que nomas ibas a saludarlo y salías, y ya son las cinco de la mañana!- Yo estaba seguro de que no había tardado más de media hora y, sin embargo, eran más de seis horas las que habían transcurrido.

          Al día siguiente, le platiqué lo que había pasado a mi abuelita, la mamá de mi tío Pedro, y ella me dijo que era muy fácil explicar lo que había sucedido. Me dijo que no encontré la tumba de mi tío porque él no lo permitió, pues ya no quería que fuera a verlo y que le siguiera llorando; ya había llegado la hora de dejarlo descansar en paz. Y fue así cuando, después de ocho años, terminé de guardarle luto a mi tío Pedro.

          La tumba de mi tío está en el panteón Sila, en el lugar de siempre, rara vez la visito, pero al final del día yo estoy tranquilo porque sé que pronto lo volveré a ver a los ojos. Entre más tiempo pase, no estoy más lejos de él, sino más cerca.


martes, 21 de abril de 2015

Un Viaje a Cuetzalan

Los caminos de la vida me llevaron a adoptar la profesión de conductor de autobuses, dedicándome principalmente al servicio público de pasajeros; Esta profesión me ha permitido conocer gran parte de la Republica Mexicana y la enorme riqueza cultural y humana que contiene. Durante años de ir y venir he recolectado una gran cantidad de recuerdos y experiencias, algunos relacionados con personas del pasado, otros con lugares visitados y unos más, con sucesos simplemente sorprendentes. En estas páginas quiero compartir contigo mis anécdotas para que a través de ellas puedas sentir lo que yo sentí, y puedas también conocer las muchas enseñanzas que me han dejado; asimismo, podrás descubrir que tú también tienes infinidad de anécdotas que compartir con quienes te rodean.


Por JALEZA

En alguna época tuve asignada una ruta en la cual formaba parte importante un pueblito llamado Cuetzalan, el cual se encuentra ubicado en la parte alta de la impresionante Sierra Norte del estado de Puebla, a cientos de kilómetros sobre el nivel del mar. Desde aquellos días en que constantemente recorrí este hermoso lugar quedé enamorado de su arquitectura, sus personas y su misticismo; años después, tras haber dejado dicha ruta, se me presentó una inmejorable ocasión para llevar a mi familia a que conocieran ese pueblo, del cual ya antes les había hablado con lujo de detalle, por lo que decidimos no desaprovechar la oportunidad y nos encausamos a unas vacaciones que en mi imaginación se pronosticaban idílicas

Cuando arribamos a nuestro destino, el día ya era adulto, y siendo aproximadamente las ocho de la noche decidimos dirigirnos al centro del pueblo para que mi esposa y mis hijos tuvieran una excelente panorámica de la bella Parroquia de San Francisco, conocida por ser una de las más altas del estado de Puebla. Al ingresar al recinto nos llevamos una gran sorpresa, pues no imaginamos que íbamos a presenciar una escena tal hilarante y a la vez dramática; frente al altar en donde reposaba la imagen de Cristo se encontraba parado un hombre de unos cincuenta años, desaliñado y en evidente estado alcohólico, el cual, tambaleante, le reprochaba a la divina representación: -¡Hijo de la Chingada! ¡Todo es tu culpa! ¿Por qué me hiciste un pinche borracho bueno para nada? ¿Cuántas veces te he venido a jurar? ¿A poco no te siempre te rezaba y te ponía tus veladoras? ¡Y mírame cabrón! ¡Sigo igual de pinche borracho!- y con ese tipo de frases y reclamos continuaba su monólogo este hombre, quien parecía absorto y ajeno a las miradas y risillas de quienes lo observaban, al principio sorprendidos y posteriormente divertidos por sus desmanes, tropiezos y alegatos de borrachín. Admito que mi familia y yo también estábamos disfrutando con la inusual escena, aunque ahora me doy cuenta de que era la de un hombre desesperado reclamándole a su fe por las desventuras de su vida. Presuroso acudió el Sacristán, quien, notoriamente avergonzado y enfadado, le pedía al hombre que se retirara, jalándolo y empujándolo hacia la calle; el hombre, en su camino hacia afuera continuaba dirigiendo implacablemente su atención y sus gritos al inmóvil ídolo: -¡pinche culero! ¡Yo podía haber sido un chingón, pero tú me hiciste ser un borracho! ¡Todo es tu culpa!- El hombre salió y desapareció entre las calles. Este exabrupto fue el primer elemento inesperado en mí calculada ruta turística, sin embargo, a mi parecer no presagiaba ninguna desventura. Muy pronto comprobaría que estaba equivocado.

Risueños y alegres nos dirigimos a un restaurante cercano para cenar una cecina ahumada típica de la región y tras devorarla gustosos nos quedamos a hacer un poco de sobremesa, comentando los acontecimientos del día y los planes para el día siguiente, así las cosas, nos dieron pasadas las once de la noche, pero eso no nos preocupó demasiado pues todo estaba saliendo de maravilla pero justo cuando nos disponíamos a retirarnos al hotel para descansar empezó a caer una llovizna que en cuestión de segundos se transformó en una tormenta. Este acontecimiento climático fue tan veloz que en sólo instantes el agua que corría por las calles era tal, que las había transformado en auténticos ríos salvajes. En ese momento se respondió mi pregunta de por qué algunas banquetas habían sido construidas midiendo casi un metro de altura. Yo tenía conocimiento de los cambios bruscos en el clima de la región, pero en mis pasadas visitas jamás me había tocado presenciar este fenómeno, y dado que el día no había dado señas de que tal cosa pudiera ocurrir, no lo había tomado en cuenta. Ahora sé que en Cuetzalan puedes estar a las doce del día con un sol brillante, ambiente muy cálido y buena temperatura, todo muy agradable y de repente se cierra el cielo, las nubes se oscurecen y te cae un aguacero terrible que puede durar hasta tres días seguidos , lo cual no es nada agradable. Esto sucede porque el pueblo se encuentra en una zona de mucha altitud, lo que lo hace propicio a tener un clima intenso, tan es así, que incluso me parece recordar que cuentan con un centro de investigación climatológica ubicado en la región.


Calle típica del centro de Cuetzalan.
El día que mi familia y yo experimentamos esta furiosa tromba, la cantidad de agua que caía era tal que sentíamos que se estaba cayendo el cielo y no iba a parar hasta arrasar con todo. La noche se había vuelto completamente negra, al igual que nuestra suerte, la cual parecía haberse agotado. El correr del agua por las calles era tan caudaloso que estábamos verdaderamente asustados, pues no sabíamos qué hacer ante algo que fue demasiado inesperado y sorprendente. No podíamos quedarnos ahí y la lluvia no daba señal de querer detenerse, por lo que tuve que tomar una decisión. Nuestro hospedaje se encontraba solamente a unas cinco cuadras de distancia del restaurante donde nos refugiábamos, por lo que después de tomar valor decidimos hacer la carrera por llegar al hotel, que a esas alturas estábamos anhelando como a un paraíso. No fue nada fácil, el agua impedía la visibilidad, golpeaba nuestras cabezas y hacía que el piso, de por si irregular, se hiciera peligroso por una caída;  a medio camino estuve a punto de pedir refugio en alguna casa porque mis hijos estaban sufriendo demasiado castigo, sin embargo, decidimos no parar y afortunadamente pudimos llegar en una pieza al hotel. La pesad illa había terminado, aunque eso sí, estábamos empapados de pies a cabeza.

Con este tipo de experiencias te das cuenta de que cada vez que salgas de vacaciones con tu familia, así sea a un lugar que conoces, ésta se puede convertir en toda una aventura, provocada por factores que escapan a tu control, por más que intentes prever y planificar tu recorrido. Gracias a Dios, las sorpresas habían terminado ya y al otro día amaneció con un tiempo esplendoroso y pudimos disfrutar plenamente el pueblo de Cuetzalan, un lugar que es muy agradable pero que también tiene algo de misterioso e inesperado.


"Recordar es volver a vivir"