Por JALEZA
La siguiente anécdota me sucedió cuando tenía siete años de edad, allá por 1968, el año de las olimpiadas. Yo vivía en la Colonia de las Salinas, un rumbo por aquel entonces poco poblado y con extensos terrenos de siembra. La mayoría de los niños del lugar nos conocíamos y como la euforia de las olimpiadas era grande, decidimos organizar nuestros propios juegos; empezamos con una carrera de obstáculos, improvisándolos con marcos de carrizo, material que sobraba en ese terreno plano y extenso. Nos formamos unos diez niños para iniciar nuestro evento y al banderazo de salida nos lanzamos disparados hacia los obstáculos. Todos queríamos ganar y al llegar a la primera barrera yo iba a la cabeza, así que pegué un brinco con todas mis fuerzas para mantenerme ahí, sin embargo ¡caí ensartándome los carrizos directamente en los testículos! Sentí un dolor intenso, pero como pude me safé y seguí en mi loca carrera, mientras hacía muecas de dolor. Minutos después me oculté entre los carrizos para revisar el daño que me había hecho y algunos amiguitos llegaron también para preguntarme qué me había pasado, a lo que yo les dije que sólo era un rasguño en la pierna.
Más tarde ya, me dirigí a mi casa, entrando como si no hubiera pasado nada ¡con el aplomo de hombre que me caracteriza! En ese momento mi madre me dijo con su dulce voz: “¡¿A dónde andas jijo de la chingada?!” “aquí mamacita, aquí me he estado sentado” le contesté “si me tuvieras desconfianza no te separaras de mi”.
Pude ocultarlo por tres días. Mi hermana y yo íbamos a la escuela por la tarde y al salir de casa yo procuraba pasar derechito para que mi mamá no se diera cuenta de los dolores, que eran fuertes; pero mi hermana si se dio cuenta y se lo comentó a mi mamá, quien ni tarda ni perezosa me increpó nuevamente con tierna voz: ¿a ver jijo de la chingada qué te pasó, por qué caminas así como chorro? A lo que contesté: “es que siento que tengo colesterol” ¡y eso lo dije porque había escuchado a alguien decir que con el colesterol alto los huevos ni tocarlos! “¡Que colesterol ni que tu chingada madre, ven acá cabrón!” acto seguido, mi madre me tendió en la cama y me quitó los pantalones. Casi de inmediato me empezó a dar una buena tunda y después de controlarse le llamó a su madrina, quien le dio el buen consejo de que me llevaran a curar. No había dinero para médico particular, así que me llevaron al servicio de Salubridad (creo que ese fue uno de los primeros momentos en que fui consciente de que éramos pobres).
Nos recibió una afamada doctora Guerrero, la cual le dijo a mi madre: “lo único que podemos hacer es castrarlo para que lo engorde y lo venda por kilo, o lo puede mandar a Arabia a trabajar con un Jeque como eunuco”, a lo que mi madre sólo atinó a contestar: “ya no la amuele doctora, échele una manita”. Entonces la doctora me lavó con gasolina blanca, según ella porque ya estaba infectado y no me podía anestesiar. En esas condiciones procedió a coserme la herida, ¡así, en vivo y en directo! No sé cuantos puntos me dio, pero sí les puedo decir que antes de salir del quirófano ya había confesado ser el autor intelectual del asesinato de Kennedy y el instigador de los estudiantes para boicotear las olimpiadas del 68.
Apenas tres días después, estando en mi casa se abrió nuevamente la herida, que seguía infectada. Afortunadamente pudimos ir con otro doctor que me volvió a operar (ahora sí con anestesia), y ahí sí sané gracias a los oficios de ese buen doctor, que Dios lo tenga en su gloria. Y todo ese viacrucis de tortura por ponerme a jugar a las olimpiadas con mis amiguitos…
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