Por Ella Rucinter
Abrió los ojos a las siete en punto, como de costumbre; la habitación era fría y húmeda a pesar de que tras las ventanas podía observarse un sol radiante; el olor nauseabundo invadía cada rincón de la casa, parecía no haber corriente de aire capaz de colarse por alguna rendija y su milésimo ducentésimo quincuagésimo cuarto día de intento por abrir alguna ventana o puerta había corroborado la imposibilidad de ello. Hoy, sin embargo -pensó-, será diferente. Había descubierto, bajo el lavabo, un pequeño resquicio; habría jurado que no estaba ahí en un principio, es decir, desde que comenzó toda esta absurda pesadilla, pero -¿cómo iba a ocurrírsele buscar en un lugar así?, ¿acaso no era tozudamente improbable? -se dijo- mientras miraba con atención aquella abertura que, quizá por la creciente desesperación de aquellos días insoportables, le parecía la última esperanza de tocar la cálida luz del día y volver a sentir la fresca brisa del mar que se le aparecía como la única visión de un mundo que ya no recordaba y al que -pronto lo sabría- ya no pertenecía.
Día 1
Su primer recuerdo era sumamente nítido, tal vez debido a que todos los días habían sido casi idénticos dentro de ese espacio; poco antes de abrir los ojos sintió su respiración, era tranquila; reconoció su cuerpo, sintió su piel tibia y finalmente comenzó a percibir la quietud del ambiente; el sobresalto vino después, cuando, al alcanzar la consciencia absoluta, su mente no pudo reconocer dónde se hallaba y, peor aún, tampoco fue capaz de recordar algún suceso antes de ese amanecer. No obstante, sabía que era ella misma, se trataba de una extraña sensación de conocimiento propio pero sin la posesión de aquella historia de vida -que intuía- debía tener todo ser humano. -Tranquila –susurró al espejo que encontró en el baño- es sólo un desajuste pasajero; mas los días venideros acentuaron su ansiedad y la invadieron de un miedo inconcebible.
La inspección de la casa tomó poco tiempo; contó dos recámaras en la parte superior acompañadas de un baño que se conectaba entre ambas, las tres piezas lucían limpias y estaban acondicionadas con lo mínimamente necesario, lo cual daba la apariencia de un lugar amplio y luminoso; halló una cama individual con un tocador a lado en el que descansaba un cepillo café de cerdas blancas y una lamparilla color crema. Escaleras abajo había una cómoda sala con un enorme ventanal y un pequeño librero de madera y al lado izquierdo, la cocina, en la que encontró una mesita con dos sillas, un viejo refrigerador y una alacena amarilla adecuadamente surtida. Cada habitación contaba con ventanas que mostraban exactamente lo mismo: una hermosa playa solitaria; sin embargo, cada intento que hizo por salir a su encuentro fue inútil y lo mismo pasó al tratar de abrir las ventanas. Como por consuelo y al igual que con su condición de amnesia, Abigaíl pensó que aparte de este interesante inconveniente, la casa era bastante acogedora y luchó por relajarse y concentrarse en obtener más información que le ayudara a disipar tanta confusión.
Después de unas cuantas semanas y apartando el miedo de encontrarse cara a cara con su posible captor, la necesidad del contacto humano fue tomando fuerza, aunque no demasiada, pues la soledad, aún en contra de sus propias expectativas, no representó su mayor obstáculo; sin darse cuenta pronto se acostumbró al silencio del lugar e incluso, algunas veces, se sorprendió a sí misma disfrutando la serenidad del mar a través de cualquier cristal que se le atravesara y a pesar de no comprender la razón de su extraña retención, reconoció que no padecía molestias importantes ni grandes incomodidades así que hasta cierto punto se sintió aliviada de que nadie apareciera. -Además –meditó- quizá hiciera más difícil su estancia tener que explicar a alguien más su falta de memoria y se estremeció al imaginar el horror que experimentaría al no poder confiar en ese otro ser. Entonces, en ocasiones, cuando la nostalgia por la voz humana le embargaba, leía alguno de los libros en voz alta y otras veces entonaba fragmentos de canciones que creía recordar de cuando había tenido un nombre y una historia, para esto, le gustaba imaginar diversas situaciones en las que podía contar su vida como hubiera deseado que fuera o tratando de darle una explicación a su presente. Pronto, todas estas fantasías fueron desapareciendo para dar lugar a sueños tormentosos, insensatos e intranquilos, aunque a veces también agradables acerca de su destino. Más de una vez despertó creyendo que su realidad era otra mejor y cuando al fin la alcanzaba la verdadera, una punzada de dolor e irritación horadaba en su interior y le arrebataba toda esperanza. Decidió entonces registrar la cuenta de los días y organizar su tiempo con pequeñas actividades que le permitieran conservar la cordura y el buen juicio; empezó a experimentar con combinaciones de los alimentos disponibles para conseguir algo de variedad en los sabores; leía todos los libros que ofreciera el librero; se ejercitaba; aseaba la casa y aunque la calidad del agua no era muy buena también se duchaba constantemente; finalmente, el tiempo libre del que trataba de escapar lo ocupaba en la infructuosa e insidiosa tarea de pretender abrir alguna de las dos puertas con que contaba la casa o bien, las ventanas, que hasta en sus más desesperados intentos –arrojando pesados objetos hacia ellas- resultaron ilesas.
La mayor de sus frustraciones era saberse rehén de quién sabe qué mente o circunstancia enfermiza; el esfuerzo por desquiciarla con esta simple duda –debía reconocerlo- era admirable pues no se necesitaba nada más que paciencia para salir victorioso, tarde o temprano perdería la razón dando vueltas dentro de este espacio inmutable. -¿Qué mejor tortura que la de ponerle enfrente a uno lo que más desea y al mismo tiempo asegurarle lo absolutamente imposible que es conseguirlo? –reflexionaba.
La imagen de una silueta alada dentro de una jaula le vino a la mente, -¿era esto un recuerdo?, -no lo sabía, pero creyó que nunca le había gustado la idea de impedir a un ave el vuelo, despreciaba la irracionalidad con que la gente se apropiaba de la libertad de estas criaturas y la tortura que les causaba confinándolas, igual que a ella, a un diminuto y triste mundo artificial. Sintió tanta lástima con este pensamiento que por primera vez notó con claridad la aplastante dimensión de su fragilidad y con ello, el temor que guardaba dentro de sí arreció. A pesar de todo, Abigaíl conservaba la calma y fiel a sus pequeñas actividades logró ver pasar los días. Su nombre, Abigaíl, lo encontró por casualidad en una de las lecturas que hacía; la protagonista sucumbía al tormento de desconocer cuál era el propósito de su vida, razón por la cual perdía su libertad y su lugar en el mundo y era enviada a un lejano planeta llamado Olvido donde todos los habitantes habían extraviado su razón de existir, y ahí, en compañía de un melancólico joven, descubría la pasión por la vida misma y el deleite de una mente sin preocupaciones ni miedos; la historia la conmovió de tal manera que se apropió del nombre con que el autor había bautizado su creación.
Día 1,255
Había pasado ya mucho tiempo de ese primer día. El
deterioro fue posándose lenta y sutilmente, apareció en
cada esquina, se instaló en todo pequeño detalle, utensilio u
forma, incluso lo vio adherirse a ella inevitablemente;
comenzó como algo simple y creció hasta convertirse en una
sólida presencia que irrumpía en un lugar ya apenas
soportable. El agua semi cristalina fue adquiriendo un tono
marrón consecuente con un fuerte hedor que inundaba toda
la estancia cada vez que abría los grifos; las blancas paredes
perdieron el brillo y una fina capa de suciedad se impregnó a
ellas, el mobiliario envejecía con la rapidez con que pasaban
los días y el alimento era notoriamente más escaso. Si bien le
preocupaba encontrarse con alguien sin conocer las
circunstancias que la habían dejado varada en aquel paraje,
de vez en cuando añoraba la compañía, pues aunque los
libros eran una efectiva válvula de escape, no habían logrado
distraerla de la imposibilidad de salir o si quiera de romper
un trozo de aquella necia muralla de vidrio; ahora sabía, con
seguridad, que aunque estaba sola en esa casa y afuera
nunca había visto a nadie más, de alguna forma alguien o
algo se encargaba de mantenerla con vida, pues con
extrañeza había comprobado que una reducida y discontinua
cantidad de víveres conseguía llegar hasta la pequeña
alacena de la cocina y los libros -no estaba muy segura de
esto- también eran renovados cada cierto tiempo, lo cual era
a la vez un alivio y el signo del terror de ser vigilada sin saber
cuál era el motivo ni la finalidad; hasta ese momento nadie
se había tomado la molestia de comunicarse con ella o de
explicarle su situación, así, llegó a pensar que quizá había
cometido algún crimen horrendo y este cautiverio era su
castigo; pasó muchos meses tratando de encontrar sentido a
este encierro pero sólo pudo contar con la certeza de estar
atrapada en esa pavorosa prisión que la torturaba con la
terrible visión del exterior.
Tres días antes y como parte de su rutina, Abigaíl bajó
cautelosa por las escaleras con la idea de sorprenderse con
la presencia de alguien –sólo por si acaso –se decía- y
nuevamente, a pesar de sus más fervientes y contradictorios
deseos, se encontró sola en la imperturbable casa.
Desayunó, se tendió en el sofá a leer ‘Tokio Blues’ por
segunda vez y al cabo de un rato llenó la bañera con el agua
rancia de la cañería que, a fuerza de costumbre, resultaba
reconfortante, y ahí, justo debajo del lavamanos vislumbró
una grieta en el azulejo. Su primera impresión fue de
indiferencia y al cabo de unos minutos de contemplación
comprendió que ese diminuto hueco podía significar su
boleto de salida, así que tratando de conservar la calma por
si alguien vigilaba, salió del agua y miró más de cerca aquella
rasgadura en la pared, la tocó discretamente y supo que era
real así que fue a su habitación, se vistió y se dirigió a la
cocina, tomó un cuchillo, subió al baño de nuevo, desprendió
el azulejo con la grieta y para su sorpresa, descubrió que lo
que servía de pared estaba bastante deteriorado y con unos
cuantos golpes del cuchillo se desmoronaba fácilmente, lo
cual le permitió echar un vistazo al otro lado, pero lo que vio
a continuación estaba lejos de parecerse a la desierta playa
que anhelaba pisar.
Al principio, lo único visible fue la tubería, la peculiar fetidez
de una alcantarilla penetró en la habitación pero enseguida
una corriente fría y limpia se coló también así que aunque
era difícil describir lo que estaba mirando, cuando aspiró su
primera bocanada de aire fresco no albergó ninguna duda de
que cualquier cosa que pudiera haber del otro lado sería
mejor que continuar esperando la muerte o la locura en este
recinto, entonces, con un pavor y determinación
incognoscibles siguió retirando azulejos y cemento lo más
rápido que pudo durante los dos días que siguieron; y
temiendo que en cualquier momento fueran a detenerla
estos seres invisibles que se encargaban de alimentarla y
mantenerla bajo llave, fingió -aunque sabía lo absurdo que
resultaba- llevar a cabo sus actividades cotidianas a pesar de
ser evidente que pasaba mucho más tiempo en el cuarto de
baño.
Por las noches, la dificultad para dormir la dominaba, llegó a
pensar que podría tratarse de una cruel broma y que al
despertar por la mañana el orificio habría desaparecido
llevándose consigo todas sus esperanzas, pero no fue así y
una vez que hubo retirado un tramo considerable de pared,
comprobó que fuera lo suficientemente grande para
atravesarla y asomó la cabeza. Estaba ante una sucia avenida
de aspecto sombrío y eso era todo lo que alcanzaba a
vislumbrar porque más allá de treinta centímetros la
obscuridad era impenetrable, esto la intimidó por un
instante, mas haciendo uso de todo el coraje acumulado en
los últimos días, al fin cruzó al otro lado del muro.
Detrás del agujero
Se le doblaron las piernas nada más pisó el concreto, el
miedo recorría cada poro de su piel y todos sus sentidos
quedaron al descubierto mientras avanzaba dando la espalda
a su antigua morada envuelta en aquella espesa tiniebla.
Podía sentir un sudor frío que la empapaba, escuchaba el
metálico eco de sus pasos y uno que otro chapoteo a la
distancia; el ambiente tenía un sabor a óxido y una fragancia
de podredumbre y humedad impregnaba el lugar. La visión
era deficiente a causa de la nula iluminación pero se
compensaba con la atención que su tacto prestaba a todo lo
que había alrededor para poder conquistar el camino y de
esta forma, al cabo de dos horas de angustiosos tropiezos,
dio con un pasillo estrecho en el que se atesoraba un claro al
final. Corrió hasta quedar sin aliento y cegada por la
emoción y la diáfana luz, apenas logró percatarse de lo que
pasaba; había caído por una pendiente pedregosa que
desembocaba en un bosque putrefacto, mientras su cuerpo
recibía golpes por todas partes consiguió asirse de una rama
que sobresalía entre la tierra y esto amortiguó un poco el
impacto que la dejó inconsciente un par de horas. Cuando
abrió los ojos, por un momento esperó ver la habitación que
la aprisionaba, sin embargo, el frío y un dolor penetrante le
recordaron su ubicación y con dificultad fue incorporándose
en este nuevo mundo que la recibía. -¿Dónde carajos estoy?
¿Es que acaso han decidido dejarme escapar? ¡Imposible!,
demasiado fácil -reclamó. Tuvo que dejar pendiente esta
incógnita al percatarse de que no estaba en una playa, trató
entonces de entender cómo podía haber cambiado tan
bruscamente el panorama o si habría recorrido una larga
distancia por aquella cloaca pero enseguida desechó
cuestionarse todas estas cosas en aquel preciso momento
pues empezaba a anochecer; miró en derredor y no encontró
mejor opción que enfrentarse a aquel paraje hostil en el que
estaba a punto de internarse.
Tenía miedo, sí, eso era lo que la tenía tan alterada, la ya
vieja sensación insoportable que le nublaba el pensamiento
estaba atormentándola para impedirle el avance. ¡No lo
permitiría!, no iba a ser derrotada de esta manera,
encontraría ayuda, aclararía este disparatado episodio y
sobreviviría, con esto en mente, caminó durante horas a
través de una angosta vereda sin observar ningún cambio
significativo en el paisaje, los árboles ya no tenían vida, eran
huecos troncos empecinados en mantenerse erguidos
sosteniendo abundantes inmundicias; enmarañadas, las
telarañas se adherían entre las ramas suplantando a las hojas
de antaño, la adusta tierra era de un color pardo e infinidad
de deshechos se esparcían sobre ella, hierbajos secos y
raíces podridas surgían por todos los rincones, montañas
enormes y grises acordonaban la zona, las rocas vestían una
gruesa capa de alguna especie de moho negruzco que
acompañadas del silencio sepulcral daban al paisaje su tono
más lúgubre; el tibio aire y la fresca brisa de mar que
anhelaba fueron reemplazados por un gélido soplo que
transportaba gran cantidad de tierra a sus pulmones y el
intenso azul del cielo que viera a través del vidrio tantas
veces, se transformaba en un pálido cúmulo de nubes grises
con tintes rojizos; parecía no haber más vida y por ello le
resultó evidente que la vista de la playa a la que estaba
acostumbrada era inexistente.
El viento embestía con fuerza y tuvo que refugiarse en un
tronco alto y ancho que lucía una gran abertura en el centro,
y contra todo el terror que la abrumaba se aventuró a pasar
ahí el resto de la noche, al fin y al cabo –concluyó- ya otro
agujero la había salvado antes. Se acomodó lo mejor que
pudo aunque no logró conciliar el sueño, repasó entonces
cada uno de los acontecimientos pasados y al igual que otras
tantas veces elaboró descabelladas y complicadas hipótesis
que en nada le ayudaban a descifrar este enigma. -¿Por qué
molestarse en conservarla viva y bajo la ilusión óptica de un
paraíso si lo que observaba ahora era sólo devastación? ¿Qué
propósito tenía aquello y para quién?– ese era el verdadero
misterio. Sabía que no estaba sola, por lo menos no en
aquella casa, y ante esto, la perturbadora idea de que
estuvieran jugando con ella u observándola y acechándola le
infundía un terror asfixiante. Cerró los ojos y escuchó
atentamente, nada ocurrió y una neblinosa mañana asomó a
su encuentro.
Salió de su escondite sigilosamente y continuó sin rumbo fijo
por las entrañas del bosque. Su cuerpo, que había resistido
el primer embate de la huida, ahora se percibía pesado y
doliente; la respiración era penosa debido a la espesa bruma
que aspiraba y un ardor abdominal le reprochó su falta de
provisiones; al atardecer, el cansancio y el hambre habían
incrementado, lo que minaba su concentración y dificultaba
en gran medida la búsqueda de algún rastro de civilización.
El ejército Vespa
Apesadumbrada, prosiguió su andanza a través de un vasto
matorral que le produjo pequeños pero consistentes
rasguños a cada roce y cuando se hubo detenido a causa del
escozor que los acompañaba, escuchó el avance de un ligero
zumbido a sus espaldas; el sonido se hizo cada vez más
estridente e imaginando que podría tratarse de un avión o
algún otro transporte permaneció expectante a su
avistamiento. Cuando el origen de aquel estruendo asomó a
poca distancia, Abigaíl no atinó más que a echarse boca
abajo, casi petrificada, para ocultarse entre la áspera maleza.
Despejar la mente de miedos y dudas ya no bastaba para
conservar la calma ante aquella imagen y cuando el sonoro
ruido quedó encima de ella, un fuerte escalofrío la sacudió
por la nuca devolviéndole la movilidad a todos sus músculos,
no obstante, no se atrevió a perder la postura hasta pasados
unos prudentes minutos y sin convicción, giró el cuerpo para
observar mejor la irreal escena; complejas naves surcaban el
cielo dejando a la vista únicamente cuatro delgados cables
que sostenían inmundos seres de largos brazos blancuzcos
con esféricos ojos acuosos que Abigaíl relacionó, desde
entonces, con un inminente peligro; la piel cetrina del
abdomen de estas criaturas mostraba finas líneas amarillas
que abrazaban una buena parte de la espalda y se unían a los
antebrazos; una coraza de aspecto similar a la piel de
serpiente protegía la cadera que se prolongaba hacia una
gruesa extremidad puntiaguda encorvada hacia atrás, e
incapaz de imaginar más horror, vio desplegarse unas
membranosas alas en cada una de estas abominaciones que
emprendieron el vuelo para internarse en diferentes áreas
del bosque. Tras comprobar que estaba fuera de peligro se
irguió y con alivio volvió a contemplar la quieta desolación.
Conmocionada por el reciente suceso consideró regresar
sobre sus pasos y abandonar toda búsqueda de interacción
humana, sin embargo su instinto de supervivencia le
aconsejó refugiarse en la espesura del bosque antes de
encontrarse con más de aquellos seres. Apresuró el paso y
sin ocuparse de ningún otro pensamiento localizó su
siguiente escondite; una saliente descansaba a la orilla de un
estrecho canal maloliente y oculta debajo de ésta halló una
diminuta cueva en la que reposó su maltrecho espíritu.
Repetidas veces despertó atemorizada por lejanos ruidos
nocturnos que su cerebro identificaba con aquel
espeluznante zumbido e intranquilos sueños visitaron su
estancia durante la larga noche. Al día siguiente no se
atrevió a salir ni por un segundo, su estado de alerta
persistía a pesar de sentirse abatida por la deshidratación, la
somnolencia y la falta de alimento y cualquier inocente
sonido le aceleraba el pulso dolorosamente; se cernía otra
penosa noche.
Acurrucada entre las frías paredes, Abigaíl despertó
sintiendo el movimiento de sus entrañas provocado por
desesperados pasos que se aproximaban vertiginosamente,
permaneció inmóvil, atenta al desarrollo de la cercana
persecución cuando repentinamente se detuvo la carrera y
un breve grito anunció el desenlace. Preparada para echar a
correr aguzó la vista y el oído en espera de algún peligro y se
mantuvo en vela, conteniendo, bajo sus brazos, fieros
espasmos que la atravesaban; suaves pisadas merodeaban
en las cercanías del riachuelo, Abigaíl redujo la respiración
para estabilizar los latidos de su corazón, el cual, le parecía,
podía ser escuchado a miles de kilómetros de distancia
revelando su paradero así que permaneció muy quieta hasta
que finalmente todos los sonidos se desvanecieron con el
paso de la madrugada. A la mañana siguiente salió de la
cueva a echar un vistazo, tenía muchísima sed y tuvo que
considerar beber de la sucia substancia que corría frente a
ella, cuando se acercó notó que había muchas huellas de
pisadas humanas y esto la sorprendió y emocionó tanto que
decidió continuar su travesía hacia lo desconocido y en lugar
de arriesgarse a tomar agua contaminada arrancó un botón
de su blusa y lo metió a su boca para generar saliva mientras
hallaba una mejor solución.
El bosque parecía desierto, no obstante, tomando en cuenta
los acontecimientos recientes, Abigaíl sentía una tremenda
ansiedad y avanzaba con extrema precaución buscando en
todo momento posibles escondites o maquinando
estrategias de escape entre todo aquel forraje sin vida.
Caminó sin descanso hasta el crepúsculo y en la cúspide de
una colina logró reconocer la silueta de una ciudad y una
última descarga de adrenalina la impulsó hasta ella. La
metrópoli era enorme, le fascinaba, casi le hipnotizaba,
aunque conforme se acercaba podía ver el inmenso
deterioro que la permeaba; le pareció nunca haber visto
nada igual pero en realidad era imposible saberlo pues
aunque no guardaba ningún recuerdo tampoco era
totalmente ignorante de lo que eran las cosas, simplemente
no tenía memoria.
Humanidad
Por fin entró a la derruida ciudad y con asombro contempló
inmensos edificios en ruinas distribuidos sobre amplias
avenidas de concreto descritas en aquellos libros del lugar
donde tiempo atrás despertó sin saber quién era ni qué hacía
ahí. Quería observar cada detalle del agrietado pavimento,
subir a uno de esos automóviles abandonados, explorar
entre los pasillos de cada construcción y por un segundo
logró desprenderse del terror que la había atormentado
desde que vio a tan monstruosas abominaciones.
La noche extendió su majestuoso manto luminiscente sobre
aquellos resquicios de urbanidad y Abigaíl contempló con
dicha el vasto cielo. Enseguida ingresó en un gran edificio de
piedra con amplios cristales y al entrar observó una pequeña
y polvorienta placa que rezaba: La Biblioteca Central se
construyó gracias al apoyo del Dr. Ikari Matsumoto en 1994.
Se preguntó entonces qué año sería éste y si encontraría
información útil en los libros que albergaba el recinto pues
era evidente que algún desastre había arrasado con la
comunidad que hubiese visto el esplendor de tan inmensa
metrópoli. Visitó todos los anaqueles pero no encontró nada
que disipara sus cuestionamientos o que le ayudara a
orientarse en este nuevo mundo. Había muy pocos libros y la
mayoría estaban en pésimas condiciones; la hemeroteca era
el espacio mejor conservado, sin embargo también había
sido vaciada y los pedazos de periódico que estaban
desperdigados por el suelo tenían distintas fechas y no había
forma de saber si el de fecha más reciente era el
correspondiente a esta época.
Exhausta y sin pensar mucho en lo que hacía, Abigaíl cogió
un trozo de papel periódico y lo metió a su boca
masticándolo con un tanto de dificultad por la falta de saliva,
cuando por fin lo tragó, el dolor abdominal que sentía cedió
lentamente hasta que tras dos bocados más un desagradable
sabor se impregnó a sus encías y desistió. Se desplazó a los
pisos superiores pero tampoco halló algo que le explicara la
situación actual aunque sí un mapa que le sería muy útil;
decidió conciliar el sueño en la hemeroteca donde descansó
unos escasos 45 minutos debido al paso de una horda de
estruendosos zumbidos que la obligaron a mantenerse en
vilo el resto de la noche, y en ese momento supo que ya no
podría resistir mucho tiempo más en pie si no conseguía
agua y alimentos así que en cuanto amaneció y después de
considerar sus opciones y asegurarse de que ningún
alienígena estuviera merodeando el lugar resolvió
arriesgarse a salir de nuevo en busca de algún almacén u
otro posible lugar donde pudiera encontrar víveres.
Un ligero viento atravesaba la ciudad y Abigaíl sintió
estremecer su delgado cuerpo. Se dirigió al sur siguiendo las
indicaciones del mapa, aún se preguntaba dónde estarían las
demás personas, al menos las que habían impreso sus
huellas en el bosque la otra noche y tras caminar seis
cuadras y media dio con una diminuta escalerilla que llevaba
a un pasaje subterráneo donde para su sorpresa por fin
logró encontrarse con otras personas, las primeras que veía
desde aquél lejano primer despertar.
Nadie se inmutó al verla bajar, la mayoría ni siquiera notaba
su presencia; se desplazó sigilosa entre diversos grupos de
mujeres, algunas lucían cansadas y tristes, tenían la mirada
perdida, otras yacían sobre sucios cartones acomodados en
el obscuro pasillo, algunas otras se reunían alrededor de
modestas fogatas y las demás hablaban sentadas o comían
en silencio. Abigaíl no podía creer que finalmente pudiese
ver a otro ser humano y a pesar de ver las horribles
condiciones de vida que llevaban y de no saber a qué se
debía, sintió un gran alivio de estar junto a ellas y por el
momento no se preocupó en saber por qué había sólo
mujeres, e incapaz de resistirse, se dejó vencer por un sopor
fatigante y al cabo de poco tiempo el silencio dominó
nuevamente la atmósfera. Al volver en sí notó un leve mareo
que se transformó en extrañeza cuando una sucia mano le
acercó una cantimplora, bebió tan rápido como pudo y se
incorporó con esfuerzo pero las mismas manos le impidieron
levantarse del todo.
-No te levantes- ordenó una joven de grandes ojos marrones
y le ofreció una bola de arroz que Abigaíl engulló
rápidamente. Tienes dos costillas rotas y aún no te hemos
vendado.
-Lo siento- se disculpó Abigaíl. Llevo días viajando
-¿De dónde has venido?- preguntó la chica con verdadero
interés.
Aislada por un largo período, Abigail no daba crédito a nada
de lo que había visto en las últimas horas y con desazón,
también advirtió lo raro y difícil que resultaba conversar con
alguien.
-Yo -atinó a decir- estaba encerrada en una casa; apenas,
hace unos pocos días, logré salir de ella. Siempre había
comida, en verdad un lugar apacible, cómodo, excepto
porque no había forma de salir de ella hasta que hallé el
agujero; se estaba bien dentro sin tomar en cuenta ese
detalle. Afuera se veía una playa, no sé si era real o no
porque cuando logré huir me encontré con este bosque y
luego… ¡vi seres horrendos que volaban!
-¿Te refieres a los Vespas? –fue la respuesta de la gentil
mujer que la atendía.
-¿Los qué cosas? –articuló.
-Me refiero a los invasores, las bestias aladas que andan
destruyendo y asesinando todo lo que se halla a su paso. –
dijo la mujer con voz trémula. Han extinguido la vida en el
planeta, bueno… casi toda, aún quedamos unas pocas
personas, en realidad desconocemos la magnitud del daño. Y
tímidas lágrimas asomaron a sus ojos.
Aquella escena sacudió a Abigaíl y la plantó ante una nueva
realidad; infinidad de veces había urdido el diálogo en el que
se le aclararía satisfactoriamente el caudal de incógnitas
acumuladas en los largos días de cautiverio y se le explicaría
la situación actual enfatizando los acontecimientos de mayor
relevancia; diversas vertientes apaciguaban el ferviente
deseo por esclarecer su identidad e invariablemente
guardaban relación con el encierro, jamás imaginó una
libertad en donde cada paso sería desconcertante.
-Pero me parece que tendrías que hablar con un amigo mío,
estoy segura de que él puede ayudarte más que yo- aseguró
la joven. Te llevaré con él en cuanto te recuperes un poco,
ahora duerme- concluyó.
Continuará…